5.10.09

En una de estas me encuentro con Frodo


Andaba yo cavilosa o pizpireta, la verdad que no recuerdo que estado de ánimo se terciaba aquella tarde, por las calles de Palma, cuando lo vi. Calle Olmos a mano izquierda, estaba apoyado en la puerta de un bar, del suyo, fumando despacio, con su camisa blanca de camarero, despeinado y con gesto meditabundo.
No era la primera vez que me fijaba en él. Las pocas veces que había entrado en su bar para comprar tabaco o tomar algo siempre me había llamado la atención su expresión reconcentrada y grave, la expresión del que sabe que aquel no es su lugar y vuela con la imaginación lejos de carajillos, cervezas y batidos. Pero hasta el otro día, cuando subía la calle y le vi, no fue cuando le identifiqué, cuando le pude poner nombre y apellidos, y hasta biografía. Gary. Gary Gilmore.

Gary en realidad no es camarero, ni español. No ha nacido en Sa Pobla y, ni mucho menos, se llama Xisco o Tolo. No, se llama Gary y nació en Provo, Utah. Nadie lo sabe, pero debajo de esa camisa se esconden varios tatuajes, tatuajes carcelarios, porque Gary ha pasado la mitad de su vida entre el reformatorio y la cárcel. Y tampoco lo sabe nadie, pero Gary ha hecho cosas terribles y estúpidas, tanto como matar a dos tipos a sangre fría. Nadie lo pensaría, pero Gary entró en un motel y en una gasolinera, encañonó a dos hombre, los obligó a tumbarse en el suelo, boca abajo, y bang, los mató de un tiro en la cabeza.

Es extraño, porque, por lo que sabía, Gary había sido condenado a muerte y ejecutado hace ya más de 30 años en Utah, o en algún que otro estado del sur de los Estados Unidos. Aunque quizás finalmente Gary se desató en el último momento de la mugrienta silla en la que iba a ser fusilado y escapó. O quizás el juez echó marcha atrás y revocó la condena. Lo de cómo llegó a Mallorca, no lo sé. Ni tampoco cómo Gary consiguió escapar aquella tarde del libro y plantarse delante de mis narices.

Cuando llegué a casa, me metí en Internet y busqué al Gary real, al que existió y cuya historia plasmó Norman Mailer en ‘La canción del verdugo’. Aquel que, efectivamente, murió fusilado en una prisión sureña. Vi sus fotos y sus rasgos, su mirada socarrona, su cara angulosa, sus manos esposadas. Y decidí que no, que ese no era Gary, por mucho que lo dijera la Wikipedia o el Google Images. Porque Gary se me apareció la otra tarde para ponerse a sí mismo rostro y cuerpo, y son tan tan escasas las veces en las que los personajes de un libro te salen al paso que ¿quién soy yo para cambiarle la cara?

2 comentarios:

rita jc dijo...

ños, qué foto más molona!

Perlita de Huelga dijo...

miedito da ir por la calle, no?

Yo todavía ando flasheada por los detectives salvajes de Bolaño. Qué cosas tienen los libros...

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